sábado, 24 de octubre de 2009

Osito rojo

Aseguro que sacarse la vida es más difícil que sólo tomar la decisión: hay que sostenerla. Digamos Enrique, el hombre de negocios. Su suicidio fue una gota más en el mar de los que temen vivir en la pobreza y que tuvieron una vida relativamente podrida; no fue el suicidio romántico y demente, fue un acto voluntario, controlado: no sólo tomó la decisión de volarse los sesos, sino que lo hizo. Y no sé si todos probaron alguna vez disparar con un revólver viejo (como el que usó Enrique), pero les aseguro que hay que hacer fuerza para accionar el gatillo. Aún si tirás el percutor para atrás y la mitad del recorrido del gatillo está hecho, hay que hacer fuerza para, sintiendo la boca fría de metal en la sien, flexionar todavía más el dedo índice.
Hoy vi el osito de peluche de Enrique. Estaba bien rojo, más rojo escarlata que los labios que cantaba Sandro. El osito estaba sentado sobre los durmientes de la vía abandonada (una de tantas), a quinientos metros de la estación de Once. ¿Qué hacía el peluche ahí? No lo sé, es uno de tantos misterios... El osito sabe todo lo que le pasó a Enrique, pero quizás no sepa que el tren ya no circula por esos rieles.

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