martes, 5 de enero de 2021

Perros, gatos, humanos

Desde el inicio de la humanidad debatimos (y nos batimos cuando no estamos de acuerdo) sobre qué pasa al morirnos. Que el paraíso, que el infierno, que reencarnamos sucesivamente hasta llegar al Nirvana, que etcétera. Y el ateísmo y su creencia que la consciencia se desvanece en la nada es, en realidad, un concepto muy reciente: quizás fuera la consciencia de la propia alma trascendente (y no pulgares oponibles, bipedismo vertical ni capacidad del habla) lo que nos separó como especie de los demás homínidos. Hay un detalle que nadie parece recordar: cuando aparecimos los humanos, no lo hicimos solos: con nosotros aparecieron los perros y los gatos, canes y felinos salvajes que dejaron de ser bestias para formar parte de la familia humana, de la comunidad. Y, de nuevo, hoy en día nadie comprende lo importante de esta coincidencia, pero en los primeros tiempos sí comprendían. Nuestros lazos con las mascotas son especiales, pero con perros y gatos se dan vínculos especiales... De nuevo, hoy entendemos todo mal: cuando alguien muere y deja atrás un alma inquieta, incompleta, atormentada, furiosa, vacía de afecto o sedienta de venganza, ese alma no se convierte en un espejismo ambulante que sólo se manifiesta a medianoche. No, esos espíritus son de otra naturaleza. Cuando alguien muere y no se quiere ir, recibe una segunda y única oportunidad: tomar forma de perro o de gato, volver y buscar fortuna, saciedad, felicidad.

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