Entonces pensé que ese papel no era ningún boludo, que quería decirme algo. Tal vez era una propuesta de trabajo genial, tal vez algún concurso que yo estaba destinado a ganar. O mejor, era la carta de un desconocido a su amada, a su padre, a su hijo, a la nuera. Tal vez, pensé por un momento, ese papel tenía la clave: ese papel podía decirme qué hacer con la chica rubia que veía todas las mañanas en el tren y que iba a dejar de ver la próxima semana, cuando renunciara al trabajo. Tal vez esa hoja desentrañaba los misterios del amor, de la fortuna, de la miseria, de los sueños. Y pensé varias pavadas más. Me detuve y cuando el papel pasó abajo mío, lo pisé con determinación. Lo aplasté.
-Aprenda inglés en cuatro meses -leí en voz alta, según rezaba en imprenta mayúscula-. Qué raro -murmuré, levantando el pie y viéndolo alejarse por la vereda-. A esta altura del año no panfletean estas cosas...
Ese papel, comprendí maravillado, debía estar dando vueltas desde el verano.
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