lunes, 5 de enero de 2009

Delivery

Sus nietos decían que ella tenía un imancito con el número directo a Dios y que todas las mañanas lo llamaba para pedirle un despacho de milagros a delivey. Lo cual parecía verdad: desde hacía cinco años, por lo menos, todo le salía bien: cambió la casa, que le recordaba a su difunto esposo, le creció la jubilación, iba todas las semanas a la peluquería y hasta daba abundantemente a la caridad. Estaba pensando administrar su propia librería y los problemas de vista, en vez de empeorar, iban desapareciendo, permitiéndole leer todas las noches antes de dormir.
Y una vez que murió, feliz, con el amor de la familia y por demás adinerada, todos bromeaban en su casa, después del funeral, recordándola alegremente con lo del delívery. Entonces uno de los nietos, el que siempre hacía los chistes, fue corriendo hasta la heladera gritando ¡ahora el número es mío, es mi herencia! Y cuando llegó ante el blanco electrodoméstico, quedó boquiabierto: estaban todos los imancitos, de todos colores: pizzas, empanadas, desagotes, perforaciones, peluquería, panadería, remís, de lo que se te ocurriera. Pero había una manchita cuadrada, blanca, una manchita donde el tiempo no había sedimentado sus depósitos de suciedad amarillenta.
Si el número de Dios se lo llevó en la mortaja o si simplemente desapareció (o si había sido el imán de la podóloga que se había perdido la semana anterior a morir), nadie lo supo jamás.

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