jueves, 7 de enero de 2021

En medio del trance

La costanera estaba en su hora de apogeo, miles de personas como hormigas se desplazaban de la playa a los bares, de las oficinas a la playa, de un shop de souvenirs al siguiente, de una barra frutal a un puesto ambulante de kebabs. Yo ocupaba mi banco frente a las olas, los cuerpos bronceándose y las gaviotas hambrientas. Llevaba cuatro horas ahí, incapaz de moverme ni de pedir ayuda, pero nadie me veía. De tanto pensar descubrí lo que me pasaba: el chico del didgeridoo era el responsable. No era la primera vez que lo oía tocar ininterrumpidamente su instrumento, que maravillosamente obnubilaba la música dispar que cada comercio dejaba escapar de sus altavoces y el bochinche peatonal. ¿Habría pasado yo, alguna vez, junto a una persona prisionera de su encanto, sin notarlo? Era muy probable. igual que casi todo el mundo, yo evitaba las interacciones con extraños: estaba ahí para ver el mar en un día lindo de sol, nada más. Al menos, pensé, no me dolía el cuerpo por la inmovilidad: el soplido del didgeridoo me negaba todo acceso a mi cuerpo, incluyendo sensaciones. En la arena una turista que había estado bronceándose los senos luchaba ahora por encerrarlos en la bikini. Si tuviese una erección, ¿la sentiría? Saber que no iba a morir me había relajado: si todos los días moría alguien misteriosamente alrededor del chico del didgeridoo yo ya me hubiese enterado. Y aunque él dominase a la perfección para respirar sin dejar de soplar, tarde o temprano tendría que dejar de tocar su instrumento, ir al baño, ordenar un kebab, volver a su casa... Lo único que me daba miedo, la idea que me aterraba, eran las consecuencias de quedarme dormido en medio del trance, cuando la gente se esparciera y la monotonía de la música y las olas me ganara por completo...

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