jueves, 13 de octubre de 2011

Podemos ver el cielo

Un murmullo infantil recorrió el colectivo: después del estacionamiento iluminado por reflectores del supermercado, la calle se volvía más negra que una angustia. Y a una cuadra no se hubiera podido ver ni una angustia bailando; parecía que el corte de luz llegaba hasta el mismo fin de la civilización. La gente se pegó contra las ventanillas para mirar el negro espectáculo. Varias personas se bajaron en la primera parada que hizo el colectivo aunque estoy seguro de que a muchos les correspondía bajarse después. Los demás, los que seguimos adelante, intercambiamos miradas que, si no fuera por el redoblante de la inseguridad que se nos venía a la mente, nos hubieran causado mucha gracia. ¡Cuidado que no te violen! se despidió una amiga de la otra.
Ya veinte cuadras dentro del lobo mis pupilas se habían acostumbrado a la noche, pero así y todo me costó reconocer dónde bajarme. Después de que el colectivo arrancara crucé la calle y quedé encandilado con un auto que circulaba con las luces altas. Al pasar dejó fragmentos brillantes que titilaron en rejas, ventanas, pomos de puertas, canaletas, envoltorios brillantes, agua del cordón. Y cuando se me fue la ceguera, miré para arriba y me detuve: se veía el cielo. Digo, se veía el cielo de un violeta noche con estrellas vangoghianas que en la esquina era un mar sin fin ni fondo, y que a mitad de cuadra era un río con copas negras de árboles como orillas, y que de pronto iluminaba y daba tanta confianza que el millón de veces que la palabra inseguridad se escuchó en la radio, no significó nada. Con las estrellas como techo caminé, contento como pocas veces, las cinco cuadras hasta mi casa, en donde por algún milagro había electricidad y una computadora que me esperaba para escribir.

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