viernes, 30 de septiembre de 2011

Nabódilus © primer capítulo


Estaba como otras restantes ocho horas del día: haciendo nada en mi habitación. Sentado en la cama, con la almohada que me protegía de la pared fría, la ventana y la persiana herméticamente cerradas, cosa de no saber si ya era hora de que mamá volviera o si afuera nevaba, y con Merienda ronroneando y calentándome los pies. Era una buena forma de usar mi tiempo. No productiva, pero sí satisfactoriamente.
Era invierno: las horas de ocio aumentaban o por lo menos se justificaban más. Mi dormitorio era la habitación más pequeña de toda la casa, pero también la más calentita, por lo que ni Merienda ni yo nos molestábamos en salir más que para buscar comida e ir al baño.
En mi dormitorio sólo había un escritorio, una alfombra roja, unos estantes llenos de cosas empolvadas, cajones con la ropa, (la ventana cerrada) y mi cama. Y la puerta con aldaba de bronce que yo, cada domingo, sacaba brillo.
Esa tarde en particular estaba ojeando y pasando páginas de la Cosmopolitan que me había prestado la novia de Julián, mientras me preguntaba si era momento propicio para ponerme a hacer la tarea. Tenía que completar unos puntos del cuestionario sobre eras geológicas para que Mariana no se enojara conmigo a la mañana siguiente… Aunque también podía faltar. Con el frío pronosticado faltar no pintaba para nada mal, pero Mariana iba a ir al colegio de todas formas y se iba a enojar conmigo al día siguiente o al otro o cuando me volviera a ver. Porque Mariana era así, tenía un serio problema: era muy traga.
Estar en el mismo grupo de Mariana era sólo preferible a estar con un claustrofóbico en la cápsula de Vegeta o con un león en un naufragio. No importaba cuán simples fuesen las consignas, cuán lejana estuviera la fecha de entrega, cuán terriblemente estúpido fuese el profesor, Mariana te avasallaba desde el primer momento y te exigía una performance brillante, una disposición del cien por ciento y una sagacidad, inteligencia y velocidad de escritura que ni Einstein debió imaginar. Pero claro, al primer índice de error, incomodidad o vagancia, Mariana te saltaba al cuello y empezaba a rehacer, nerviosa, la parte que acaba de asignarte, quejándose sin parar.
Ese día nos habían dado una guía de treinta preguntas para Geografía y yo, obviamente, tuve la mala suerte de estar con Mariana. Eran preguntas para responder en casa, pero el profesor nos dejó la media hora que faltaba para que “viéramos si la guía no nos parecía demasiado larga” y se fue a buscar un café. Apenas yo estiré las piernas sobre el banco, Mariana abrió su libro de Geografía y empezó a machacarnos a Julián y a mí que no estábamos haciendo nada y que por favor ella prefería hacer las cosas con tiempo así que si a vos Eduardo no te molesta intentar seguirme el ritmo de verdad me iba a agradecer porque no podíamos estar perdiendo media hora de clase cuando además ya estábamos en clima de estudio, y fue ahí cuando decidí darle una mano con su problemita. Le di una mano literalmente: una cachetada que la calló de movida.
—Para mañana Julián y yo te vamos a traer nuestros puntos contestados. Tranquila, nadie nos corre. Si mañana ves algo mal, para el viernes lo traemos corregido, así durante el fin de semana se puede pasar el limpio, ¿te parece?
Mariana no me contestó, simplemente reprimió unas lágrimas y apoyó la punta de la lapicera sobre la hoja. Los chicos, que me miraban como a un loco, se volvieron a su posición y el profesor llegó con su café. Durante la media hora restante no hicimos nada, y la lapicera de Mariana no hizo más que divagar círculos entre los renglones.
Y pensar que a principios de año todo el mundo creía que Mariana me gustaba, por favor… ¿Cómo me iba a gustar una chica que tenía una pierna más larga que la otra? Caminaría como un payaso si no fuera por la ridícula suela ortopédica.
—Está en marcha mi plan para hacer de Mariana alguien decente —le dije a Merienda mientras acomodaba la revista en la mesita de luz y lo sacaba a él de mis pies—. Hoy le tuve que dar un cachetazo, pero no va a volver a hacer falta: si Julián y yo hacemos un trabajo completo y como a ella le gusta, va a darse cuenta de que puede confiar un poco en los demás en vez de intentar hacerlo todo… Vení —le dije al gato de la abuela mientras, sentado al escritorio, abría la carpeta—, calentame la panza.
Estaba silencioso todo alrededor. Mi habitación era de techo bajo y muy acogedora, y cualquier sonido parecía ser succionado por la esponjosa colcha de  plumas y por la alfombra roja. La luz naranja del velador me daba sueño y el ronroneo de Merienda me daba hambre. Miré el reloj: ya era de noche pero faltaba una hora para que mamá volviera, y media hora más para que hiciera la cena. Siempre esperábamos a papá.
—¡Aaaagg…! No tengo ganas de hacer nada —suspiré en voz alta, estirando la cabeza y los brazos para atrás y haciendo que Merienda se deslizara hacia las rodillas, sin inmutarse—. Pero no puedo, Merienda, te juro que no puedo dejar esto para otro momento: después de comer voy a estar listo para irme a dormir, así que si no lo hago ahora…
“…no lo hago nunca” quise decir, pero los golpes en la puerta cortaron mi diálogo con el gato dormido.
Volví la cabeza a sentido vertical y miré extrañado hacia la puerta. ¿Habían golpeado mi puerta? Clavé los ojos en el picaporte brillante y sentí, al mismo tiempo, las garras de Merienda que atravesaban el jean. Sí, era en esa puerta.
A pesar de lo incoherente de la situación (no había escuchado a nadie entrar a casa, ni era hora de que nadie entrara), y quizás sólo por encontrar un motivo que me distrajera hasta la hora de la cena (porque sabía que me iba a quedar hasta las cuatro de la madrugada completando los puntos míos y de Julián de la muy puta guía), acaricié el lomo del gato para tranquilizarlo, y dije:
—Adelante, adelante…
Vi el picaporte girar. La imagen dorada y naranja de toda la habitación, reflejada en la convexidad del pomo ovalado, se diluyó a lo ancho del picaporte. El pestillo tildó y la puerta se abrió.
Entró una mujer de al menos sesenta años. Era alta y recta, pero más que alta parecía desproporcionada, porque la cabecita, altanera y pálida, quedaba muy chiquita entre las columnas y cortinas de un ropaje rojo de terciopelo y piel de zorro que tocaban el piso. Lo primero que pensé al verla fue que parecía surgir de la misma alfombra roja. Lo segundo que pensé fue que definitivamente no habían entrado ladrones a la casa.
I need you —dijo— to come with me.
Me habló en inglés, en mi habitación, en mi casa, en medio de Tandil.
Yo la miré, no más que mirarla, sin pensar en contestar. Qué mujer rara, por Dios. Tenía el pelo pelirrojo por la mitad de la espalda, ondulado y fluctuante por todos lados, lleno de trencitas, broches y cintitas doradas. El cuello estaba descubierto y era flaco y largo como el pistilo de una flor marchita. La pera era puntiaguda, los labios tersos y delgados, nariz diminuta y dura, ojos castaños, pestañas largas. Y, como eje de atención sobre su frente pálida, que parecía brillar más que la piel pálida del resto del rostro, una diadema, una cadenita fina y elaborada con un reloj redondo en el centro, haciendo tic tac, tic tac.
Tras veinte segundos sin ningún tipo de respuesta, arqueó una ceja y me invitó a contestar.
—Eeh… Ahora tengo que hacer tarea —dije, aunque sabía que esa mujer extravagante era la mejor excusa para no hacerla.
I need you to come with me, Edward Lowry —me repitió—. This is not a suggestion.
Yo le sostuve la mirada otros diez segundos.
—Eduardo Lowry —la corregí—. ¿Qué necesit…—“¿Tutearla o tratarla de usted?”—…ás?
Arqueó las dos cejas, trazadas como con tinta china, dándome a entender que con ella iba a ser todo en inglés.
What do you… need, from me?
It’s a… well, a familiar business. I think you already know about it.
Su acento era británico, no sabía reconocer de dónde pero era británico. Estuve a punto de decirle “Sorry, I can’t now, buy you a dog”, cuando me di cuenta lo mucho que me había molestado que me llamara Edward.
—Si es algo familiar podés esperar: en un rato llega mi vieja.
Mhm?
—Que esperes sentada, nomás. Mi mamá vuelve en menos de cincuenta minutos —dije, parándome y dejando a Merienda, todo tenso, sobre el escritorio—. Tomá, podés mirar esta revista mientras tanto —añadí, alcanzándole la Cosmopólitan—, yo necesito adelantar un poco de tarea ahora, espero que no te moleste…
Ella agarró la revista y noté cómo sus dedos delgados y blancos se endurecían sobre las tapas plastificadas, y sentí que tal vez me había propasado un poquito. Esa mujer al fin y al cabo tenía más temperamento que Mariana.
Edward… —me dijo, resoplando por la nariz y hablando sin despegar los dientes—. Vas a venir ahora, conmigo: es urgente. Tenemos un problema con el nabodilus, así que vas a viajar esta misma noche…
—Con que sabías castellano eh, el abuelo me advirtió bien —contesté, mirándola maléficamente—. Está bien, si no hay otra voy, pero necesito algo a cambio… —dije, y la mujer del reloj en la frente me miró fatalmente, indicándome que hablara—. Necesito… un mp4.
—¡Aargh…! Tecnología: tu abuelo nos advirtió.
Yo sonreí inocentemente y me encogí de hombros.
—¿Vamos?
Right now.
—Ah, esperate un segundo: no voy a ningún lado sin mi mochila de viajes.
Me tiré al piso y saqué una mochila vieja y con telarañas de abajo de la cama: ahí tenía todo lo que podía necesitar cada vez que salía a pasar una tarde a los cerros, entre linterna, brújula, encendedor, alcohol, gasas, un silbato y una bengala vencida.
Cuando bajamos las escaleras corrí a la cocina, le llené el platito de balanceado a Merienda y escribí una nota sobre la mesa: “Mamá, me fui lejos, no me esperes nunca más, no cocines pescado por favor, Ede.”
Me enfundé con mi cuellito de polar preferido y un gorro de lana y salimos al frío de la calle. Ahí afuera, aunque se largara a nevar, esa mujer con todos sus tapados no iba a pasar frío.
Al otro lado de la reja despintada (mi culpa, la pintura nueva llevaba tres años comprada) nos esperaba un viejo Ford Falcon de color amarillo. El asiento del conductor y todos los traseros estaban ocupados bultosamente, pero por culpa de las ventanillas empañadas y de los faroles rotos no pude distinguir ni una cara ni un sombrero (estaba seguro que esas personas llevaban sombreros).
—¿Queda espacio para mí ahí atrás? —pregunté intentando espiar el interior.
You can’t travel with us —me dijo la mujer, abriendo el baúl—. It’s safer for you… acá —aclaró, señalando, sí, el baúl.
—Sabés que esto mismo, hace treinta años, estaba muy mal visto, ¿no?
Me paré al lado de ella y vi que por lo menos habían tenido la consideración de forrar el interior del baúl con peluche sintético.
—¿Segura que no puedo…?
Hurry up! —me apremió, tirando la mochila adentro—. No tenemos toda la noche.
—¿Cuánto vamos a tardar?
—Unas cinco horas. Con suerte.
Me metí a gatas en el baúl, entristecido por esa primera experiencia, y apenas me acosté, con las piernas recogidas, cerró la tapa de un portazo que me dejó tonto. La oí caminar alrededor del Falcon y meterse en el asiento de acompañante. Arrancó el motor y empezó el traqueteo, mientras yo me echaba el aliento a los dedos fríos y sentía temblar mi estómago medio vacío. Estaba apretado, retorcido y en completa oscuridad, con mechas de peluche rosa metiéndose en mi nariz.
—Cinco horas… —repetí, tanteando el cierre de la mochila—. Menos mal que traje música —Saqué mi viejo mp4, lo prendí y me enchufé los auriculares.




© Rafael Núñez Rubino. Terminada el 30 del 9 del 2011, de madrugada sí señor.

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