lunes, 26 de septiembre de 2011

Grandes pequeñeces

De las cinco máquinas había una rota hace tiempo, y Viviana llamó al técnico tres veces durante la mañana para que viniera a arreglarla. Lo usual, frustrante pero normal, la fotocopiadora podía mantener el ritmo sin problemas. Pero después, durante el almuerzo, el chico nuevo tiró la bandeja llena de cafés sobre la máquina más nueva (otra llamada desesperada al técnico) y cinco minutos después se cortó la luz con un fogonazo de la luz de tubo. Cuando volvió había una tercera máquina sin funcionar, simplemente no arrancaba. Tuvieron que poner el cartelito de trabajos limitados, mandar al nuevo a su casa porque estaba insoportable, y dedicarse todo el día a anillar y plastificar y esas cosas. Día ardio. Cuando Viviana volvía a su casa, a la noche, se sentía molida. Esperó veinte minutos el colectivo. Lo vio venir desde lejos, cartelito verde de leds. Se subió primera, taconeando rendida, pagó uno veinte y, cuando fue a encarar asientos con el boleto en la mano, vio sorprendida que era uno de los colectivos viejos, sacados de circulación hacía más de diez años: ante su vista había una veintena de asientos que más que asientos eran sillones mullidos, de cuerina, respaldo alto, cortinas en las ventanillas, iluminados por el falso neón. ¡Dios bendito, al fin una cosa buena! Se echó en el primero que encontró y respiró aliviada: una cosa sencilla como esa podía desestresarla completamente... Lo único que Viviana no sabía era que dos paradas adelantes se iba a subir un flaco de la nocturna con los wachiturros en su celular a toda estridencia.

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