viernes, 15 de julio de 2011

Horacio en el baño

A nadie se le ocurriría pensar que Horacio, el poeta de la caballerosidad y las viejas costumbres, alentara en su fuero interno ideas tan deplorables (aunque también viejas costumbres) como en las que suele pensar todas las mañanas cuando se lava los dientes después del desayuno. Si uno lo ve, frente al espejo empañado, con la luz brumosa que atraviesa las cortinas, absorto en los lentos movimientos casi mecánicos del brazo y el cepillo de dientes, creería que con su mente está escribiendo sobre el vidrio empañado algún haiku, o dibujando una primavera. Pero en realidad simplemente está atento, muy atento, al ir y venir de su mano. Sabe que en cualquier momento puede pegarse en un diente o en la encía, y hacerse doler, hacerse sangrar, y aguarda ansioso ese calor sádico que torna de rojo su cara, mientras por un lado desea lavarse y enfriarse con agua, y por el otro lado se resiste, se resiste saboreando el dolor intenso que le invade la boca.

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