domingo, 6 de noviembre de 2011

Laraiá laraiá laraiá

El susurro de los árboles de la plaza era tan tenue como el de la gente que caminaba alrededor, el ulular de las palomas que buscaban las migas perdidas latía en la brisa cálida que peinaba el pasto hirviente que reflejaba el sol de mediodía. La chicharra oxidada de la barrera del tren campaneaba lenta, perezosamente, sumergida en la misma abulia que me dominaba a mí y al resto del mundo. Con los párpados entrecerrados, apenas despegadas las pestañas, miraba los círculos de una bolsa de plástico que flotaba sobre la esquina como un pájaro melancólico, como un fantasma olvidado. Un hombre de traje se sentó al lado mío, con cuidado y pausa. Soltó el maletín gastado, se sacó uno a uno los zapados llenos de tierra y las medias transpiradas, se soltó la corbata y la dejó caer a un lado, muerta. La contemplé, arrugada, inanimada. De pronto todo había perdido sentido, como si nos hubieran anunciado que junto al cenit del verano, el mundo dejaría de existir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

A ver qué tenés para decir...