También, Darío observó con deleite, tenía una armonía hermosa cuando, después de destapar la coca light y darle el primer sorbo, pasaba frente al teléfono público que estaba cruzando la calle, justo frente a la blanquería, y metía dos dedos sutiles, suaves y precisos como hocico de oso hormiguero, en la camarita donde cae el vuelto. Todos los días, sin falta, Sol Andrea revisaba el teléfono al pasar, esperando que algún apurado hubiera dejado allí su moneda, y no era extraño verla sonreír, tan angelicalmente como cuando ponía una felicitación en un cuaderno, mientras se guardaba veinticinco centavos en la cartera. Eso a Darío lo volvía loco.
Así que un lunes empezó a salir de la blanquería cuando sonaba el timbre, a cruzar la calle corriendo y a dejar veinticinco guitas en el huequito del teléfono, sólo para hacer feliz a la seño Sol Andrea y soñar con su sonrisa. El lunes se puso contenta, el martes también, el miércoles más, sin caer de su asombro, el jueves cayó de su asombro, y el viernes, cuando encontró una moneda de un peso, se levantó de la caída y, mientras se guardaba la moneda, mitad sonriendo y con una leve sombra frágil como flan, miró al rededor sin encontrar nada.
Al lunes siguiente Darío le dejó una cartita de amor, tamaño huequito de los vueltos, se peinó bien, se puso su ropa más más blanca, y esperó que ella se comprara la coca light, sosteniendo una rosa, transpirado en emoción infantil.
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