domingo, 19 de diciembre de 2010

Dango Daikazoku

Todo el tiempo estamos llenos de sensaciones extrañas, sólo hay que ser un poco perceptivo para darse cuenta. Otras veces, sin embargo, es fácil darse cuenta que tenemos algo extraño. Por ejemplo cuando estuviste cinco horas sentado escribiendo en tu carpeta, sin perder tiempo, y estás cansado, es de noche, pensás en la cama y en lo mucho que te falta, descubrís que no tenés alternativa más que concentrarte cien por ciento en tu mano que escribe. Ahí podés percibir que el foco de visión se centra en pocos centímetros cúbicos, como un raro efecto cinematográfico; y que de pronto al mover la cabeza todo tiembla y resulta que estás lejos de la hoja donde escribís, que de tus ojos al hombro hay un largo cuello, que el codo cuelga como un remo dislocado y que la muñeca es algo tan remoto como la punta de un yoyó kilométrico. Y sin embargo tu cerebro, ahí pegadito a tus ojos, sigue controlando esa mano que escribe delante tuyo. Esa es una experiencia rara fácil de percibir. Otra sobreviene, por ejemplo, cuando esas historias que de un modo u otro nos hablan de lo irreversible, terminan. Y nos dejan con algo raro adentro (esa sensación). Esa cosa irreversible.

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