miércoles, 13 de marzo de 2013

Haber, habemus

El mendigo sonreía sin dejar de mirar como lunático su tacita vacía de telgopor. De repente levantó la mirada porque un grupo de gente en trajes finos, viejos con anillos gordos, estudiantes con gorras de costado, oficinistas con la corbata en un bolsillo, mujeres con tacos rotos. Su mal humor se desparramaba con cada bocanada que soltaban, sus palabras negras ensuciaban los vidrios, llenaban las calles de papeles arrugados, se acumulaban en las cornisas y embarraban los charcos de los cordones.
-Imbéciles -gritó el mendigo, llamando por un instante la atención del grupo que pasaba-. Revienta de lástima mi pecho por la gente que no sabe hacer, no sabe rezar, no sabe perdonar y tampoco sabe guardar silencio. La boca parece ser el único músculo que ejercitan, y lo hacen sin misericordia. Es una lástima que no sepan siquiera cómo reír.
Y él y yo reímos a gusto, dejando las tacitas de telgopor a un costado, mientras se alejaban.

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