viernes, 1 de octubre de 2010

Viajeros públicos

Estaba apurado por llegar a la estación de trenes y el colectivero que me tocó era el más paseador de todo el Centro. Frenaba más de lo que aceleraba y esperó dos veces a la viejita que venía corriendo desde la otra cuadra. Toda mi atención se dividía entre el reloj y los semáforos que el hijo de puta dejaba pasar y pasar. Sobre el parabrisas, del lado de adentro, había una estela de cuero azul con varios nombres bordados, y de ella pendía una pequeña cortina de hilachas que bailaban como odaliscas cada vez que frenaba, y frenaba, y volvía a frenar. Yo veía el semáforo a través de esa cortinita, que difuminaba la luz verde como un vidrio empañado. Pero ya no era más luz verde, la cortinita se teñía de amarillo y de rojo. Y otra vez a esperar, con los ojos congestionados en las hilachas flotantes. ¿Qué tenía de maravilloso ese momento?
En eso se subió una pasajera y, mientras sus monedas daban vueltas en la boquilla de la máquina, sus ojos evidentes recorrieron el colectivo en busca de asientos vacíos y tipos facheros, y en lo posible asientos vacíos al lado de tipos facheros. Pero el único asiento libre estaba al lado de un borracho dormido.
En el tren me senté al lado de una ventanilla que tenía un dibujo extraño hecho a rayones, como si el que lo hizo, una vez apoyado el clavo o la trincheta, no pudiera controlar el impulso expansivo de su brazo. Parecía un carro. Incliné la cabeza para intentar verlo mejor. ¿Una locomotora? Bah, qué importa. El tren arrancó y tomó velocidad. A los cinco minutos nos cruzamos con otro tren que iba en sentido opuesto. Doscientos metros de vagones pasaron frente a mis ojos en siete segundos. Ya los tenía contados: siempre tarda entre seis y diez segundos; esta vez siete. ¿Cuántas personas vi, a través de mi ventanilla y de las del otro tren? Gente dormida, gente pensando, gente escuchando música, gente fumando porro, gente mirando las piernas de la chica de al lado, gente sacándose mocos. Todos en siete segundos, a alta velocidad. La idea me agobió, y justo entonces vi, en el vidrio, bien al lado de mi cabeza, una pequeña almohada, no más grande que un pañuelo dobladito. Evidentemente por los rayones el artista había sido el mismo que del carrito, pero esta almohada era impecable, rectangular, suave, mullida. Apoyé mi sien contra el cristal y entrecerré los ojos. Afuera estaba oscuro, pero veía brillar las dos líneas paralelas de las vías por las que había pasado el otro tren. Dos líneas siempre iguales, siempre iguales, siempre iguales...
Y de pronto el dibujo del carro tenía sentido: visto desde donde yo estaba viendo, era una locomotora perfecta, tridimensional, con volúmenes y sombras perfectas. Y, mejor aún, por el efecto de la luz interior y la oscuridad exterior, de los rayones de trincheta iluminados artificialmente, parecía que la pequeña locomotora avanzaba locamente, con conciencia fija, sobre las vías del tren, a la par mía, sonriéndome como había sonreído el genio que, con un filo en sus manos, me había regalado esa maravilla de la imaginación.

2 comentarios:

  1. jajaj, en el colectivo crei qque ibas a decir que el unico asiento vacio estaba al lado tuyo.. porque sera???

    ah.. y yo nunca voy a poder ver las posibles magnificas locomotoras.. me da un asquito apoyar la cabeza en los vidrios...dddhhh

    ResponderEliminar

A ver qué tenés para decir...