domingo, 14 de febrero de 2010

Caharuh con Némesis

Némesis hubiera deseado nacer con otro nombre y otro peinado, pero se conformaba con lo que tenía. A decir verdad tanto no le molestaban las malas cosas superficiales de la vida, aunque sí se alegraba con las buenas cosas superficiales de la vida. Y las cosas profundas... lo hacían muy feliz. Generalmente estaba animado: en su casa con su mujer, en el bar, solo o con amigos, en el trabajo estaba animado. Contagiaba su buen humor y no perdía ocasión de detallar esas pequeñas maravillas del mundo cotidiano para que a su alrededor todos estuvieran lo más radiante posible. Y esta faceta encantadora de Némesis no era, como algunos pensaban al conocerlo, una máscara: al llegar a su casa él permanecía igual, y antes de dormirse se alegraba pensando en cuántas cosas buenas había hecho, y analizaba las cosas buenas que no se le había ocurrido hacer, pero contento porque podría hacerlas en el futuro.
Esto no quiere decir que Némesis tuviera una vida perfecta: varias veces lo despidieron, nunca terminó sus estudios universitarios, varias novias lo cagaron a lo largo de su juventud, tenía algún que otro problema de salud y los días húmedos le dolían los riñones. Pero ¿de qué servía amargarse por esas cosas? Él no se engañaba a sí mismo: él no se amargaba de veras.
Lo único que cada tanto le bajaba el ánimo, era la visita de Caharuh. Ese chico sí que traía el sol y la peste en sus hombritos, siempre agotado, siempre sonriente, como el águila hermosa que en la mañana radiante, antes de devorar el hígado regenerado de Prometeo, vuela sobre las montañas y las ciénagas. Como la sonrisa pulida a golpes, como la piel sonrosada de pellizcos crueles.

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