miércoles, 14 de octubre de 2015

Servicio de correos

Es común que en un país tan grande las personas sientan pereza de desplazarse. Te enseñan en la escuela que pertenecés a un territorio enorme y qué cosas destacables hay en cada rincón de ese territorio. Y crecés confinado a un embrollo de calles y creés conocerlo todo, y disponer de tiempo y paciencia para ver personalmente todo lo que viste en pinturitas durante la primaria, y ver todo lo que no te enseñaron, parece cosa de locos. Un lujo excéntrico.
¿Mi confesión? Pertenezco a esos perezosos. Además lucho día a día sumando mentalmente las monedas que se me fueron acumulando en la billetera, y los ahorros para un viaje vienen muy atrás de la hipoteca, la fundación, los préstamos. Sé que no voy a viajar nunca.
Pero conozco curiosidades sobre mi país. Cosas que quizás nadie más conozca. Para empezar, sé cómo está organizado el correo. Mi bisabuelo (o el papá de la mamá de mi papá) fue quien lo organizó así. No es simple, la verdad, crear una red postal que abarque tanto, un país que es un continente en sí mismo. Una red que vence cordilleras eternamente heladas, miles de kilómetros de costas abruptas y acantilados, una red que penetra selvas hasta las más recónditas aldeas, una red que cruza ríos que se tornan salvajes en primavera y que cruza pantanos que parecen no tener fin.
Tengo un mapa en mi habitación, con la caligrafía de mi bisabuelo y el dibujo de su asistente, que detalla con quince colores distintos cada punto estratégico: ciudades principales, ciudades satélite, pueblos aledaños, pueblos satélites, asentamientos, asentamientos satélites, postas, caseríos, paradas, puntas de camino. Y cada lugar tiene su oficina de correos. Y cada oficina de correos, su propio sello. Único.
Yo los colecciono. Porque no sólo conozco la jerarquía del sistema y su funcionamiento, sino que conozco además sus puntos débiles. Puedo predecir, con bastante certeza, el destino de mis cartas. Cartas que no envío a nadie sino a mí mismo, cartas que lanzo como un búmeran.
Pliego varios papeles en blanco, los meto en un sobre elegante, pongo como remitente uno de mis cinco buzones privados, y escribo, con premeditada maldad, una dirección imaginaria, un destinatario inexistente, pero cuya composición imprecisa, de letras que pueden ser leídas de una u otra forma, abre un mundo infinito de posibilidades.
Las cartas enviadas por correo económico tardan diez días en cruzar el país de punta a punta y atraviesan, como mínimo, quince oficinas de correo. Así que cuando esa carta cruzó todo el país y un confundido cartero revisa número por número, calle por calle, aquella dirección con múltiples interpretaciones, y vuelve a cruzar de costa a costa, de una montaña a otra, de un oasis a una isla alejada al Sur, aquel sobre inocente se cubre con otros diez o doce sellos. Únicos. Y si tengo suerte, la carta sigue el camino de las conjeturas, trazando zigzags sobre tierras yermas y plantaciones de arroz que se cubren de mariposas amarillas en verano, carreteras rectas ocultas por tormentas de arena y vías de tren que comen túneles en las panzas de montañas demasiado altas para cualquier automóvil.
Cuando una de estas cartas vuelve a mí, después de un mes, tal vez un mes y medio, o incluso cinco, puedo oler en su papel el olor de la aventura, de las cien bolsas de arpillera que la albergaron, los bolsos de los carteros, las cestas en los barcos. Puedo leer en la impresión de cada sello el ánimo, ya sea tedioso, violento, divertido, de cada mano que lo empuñaba. Puedo imaginar a aquellos carteros que, seguros de su conocimiento sobre el sistema de correos del país entero, deducen el verdadero destino de aquel sobre y allá lo envían, satisfechos de sí mismos. Y puedo ver la cara de aquel pobre funcionario que, desconcertado, viendo aquel papel tatuado por todos lados, acribillado a tintazos, decide retornarlo al que cree será un frustrado remitente.
Yo no viajo por mi país, pero sí lo hacen mis cartas en blanco. A cada una la atesoro como si realmente me hubiera contado cada detalle de su idílico viaje. Cada cara que vio en el camino, cada fenómeno celestial, cada noche que se arrugó pasando frío.
Sé que el sistema de correos creado por mi bisabuelo es bueno, porque todas mis cartas vuelven. Incluso la del barco en Bahía Grande que naufragó hace siete inviernos. Y la satisfacción, el orgullo que siento cada vez que encuentro en uno de mis buzones privados uno de mis sobres fatigados, alegre, cuento mentalmente las monedas en mi billetera y deslizo un dedo por los sitos más oscuros de aquel mapa que cuelga en mi habitación, pensando a dónde sacaré el próximo pasaje para mis papeles sin escribir.

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