martes, 27 de diciembre de 2011

Pulso

Vi que el tren se acercaba demasiado rápido, aplastando y desviando el tráfico, escupiendo humo y escombros. Me llamó la atención que no necesitara rieles. El noticiero había anunciado el atentado.
Yo ya había oído hablar del Pulso Vital. Una pulsación, un sonido inaudible, que es producto y causa de la vida, es lo que diferencia a los seres vivos de las cosas muertas. Había leído la contratapa del libro de este científico belga, Vanderalgo, que decía haber estudiado el Pulso Vital. Quería ganar un Nobel.
Vi el monstruo de metal que avanzaba hacia nosotros. Los primeros segundos me quedé inmóvil. Si ustedes hubieran estado ahí hubieran sentido lo mismo que yo. Recién cuando pude relacionar el atentado con ese tren descarrilado que avanzaba por la Avenida de Mayo, las rodillas se me aflojaron. Y corrí.
Según este científico, Mozart y Beethoven se habían inspirado en el ritmo de este Pulso, consciente o inconscientemente, para sus mejores piezas. Había experimentado con plantas, bacterias, moscas de la fruta y caracoles, y afirmaba que bajo la influencia de este tipo de música, los organismos crecían más rápido, más fuertes, más saludables, y se reproducían más rápido.
Quise alejarme de la Casa Rosada, pero de alguna forma corrí en redondo, sin bajarme de la plaza que el tren iba a atravesar en un momento. Tal vez quería ponerme a mayor distancia del edificio, pero no quería alejarme de la zona de impacto. Quería verlo. Quería verlo todo.
Vanderyst también había analizado el cerebro y las funciones fisiológicas de adolescentes y adultos en ambientes que imitaban los clubes nocturnos y los recitales. Afirmaba que tras una hora y media de permanecer en un sitio así, el Pulso Vital de cualquier humano descendía a menos de la mitad. Que se mataba al Pulso.
El tren, con quinientas toneladas de explosivos, atravesó la Plaza de Mayo escupiendo tierra, grava, concreto. Ni siquiera alcancé a ver cómo destruía al pirámide. La reja voló como una latita de coca aplastada y la locomotora quedó libre para incrustarse dentro de la Casa Rosada. La explosión, blanca como un mediodía, me tiró para atrás y después me levantó en el aire. Más de cuarenta metros. Sólo pude ver, por unos segundos, el fuego expansivo, humo negro vertical como la muerte, pedazos de arquitectura aplastando cosas a su paso.
Mis tímpanos se apagaron. No escuchaba mi propia voz, no sabía si lograba gritar pidiendo auxilio. Recién cuando me callé, o cuando fui consciente de que no estaba emitiendo ningún sonido, pude percibir eso que Vanderyst había descrito. No una música, no un instrumento particular, no una canción, más bien un poema de susurros, una chicharra alegre. Adentro mío, por mi cabeza, mi pecho, saltando con la sangre. Era hermosa, una sinfonía completa, eterna. Y sentí que de a poco se apagaba, desde la cadera hasta las piernas, por culpa de una viga.

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