miércoles, 21 de diciembre de 2011

El retrato de Celina

Casimiro estudiaba pintura y amaba a Celina, la hija de su maestro. Ella era tan inteligente, culta y graciosa que intimidaba. Sin embargo Casimiro le declaró su amor y fue a pedirle la mano de Celina a su maestro, y él, conociendo a su hija y conociendo a Casimiro, le impuso una condición: entregaría a Celina si hacía un retrato de ella tan perfecto que enamorara sólo por su dibujo y sus colores. Ese retrato tendría que ser tan perfecto que al verlo, Celina, que era muy narcisista, se enamoraría de sí misma, y por poseer el retrato querría poseerlo a Casimiro, y el trabajo estaría hecho.
¿Pero cómo lograría pintarlo? Casimiro gastó un año entero en museos y libros de dibujo estudiando genios. Un día buscó a Celina y le pidió ayuda: necesitaba que le regalase un cabello suyo. Y ella, instruida por su padre, le regaló un cabello: si eres capaz de capturar mi belleza a través de uno de mis cabellos, le dijo, tal vez puedas más adelante hacer un retrato perfecto. Casimiro contento compró cuadernos, lienzos y pinturas, y luego de un mes de pintar apasionadamente, logró lo que quería: el retrato perfecto de un pelo. Cuando lo logró se lo mostró a Celina y le pidió otra ayuda, y ella regaló un mechón con un moñito, al cual estuvo más de un año retratándolo. Después le volvió a pedir ayuda y su padre, el maestro, le dijo que le regalara una pestaña; después la huella de sus labios en una servilleta, después el frasco vacío de su perfume preferido, después un trocito del espejo en que se miraba todas las mañanas, después una botellita con el aire de su alcoba.
Y mientras que Casimiro y Celia, que hacía años se amaban silenciosamente, crecían, envejecían y se encorvaban ante la vida, el maestro pintor juntaba en su altillo los cuadros del pretendiente, las pinturas más hermosas y apasionadas jamás logradas por un amante.

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