lunes, 24 de enero de 2011

Samurai, samurai

Los dos samurais peleaban desde hace tanto tiempo que las nuevas generaciones no sabían ya cuál era bueno y cuál malo. Lo único que sabían de ellos era que peleaban día y noche en el Jardín de la Primavera, y que ambos eran terribles, y temibles guerreros.
Una noche, uno de los dos samurais finalmente mató al otro. Enfundó su katana en los intestinos de su oponente y se marchó, abandonando el cuerpo y su arma, pues robó la del muerto.
Sólo que aún no estaba muerto, y el samurai vencido pudo ver al otro que se alejaba, pudo verle la espalda cansada, rodeada de luciérnagas, y los hombros cansados, hombros que no soportarían otra batalla.
Luego las luciérnagas lo rodearon a él, al samurai caído y ensangrentado que dormía entre los pastos y los helechos. Se posaron en su pelo, en sus orejas, en la nariz y la boca, en los dedos paralizados por tanto sostener su katana, se posaron en los pliegues de su ropa y su armadura, en la punta de sus pies, en la llaga tibia.
A la mañana siguiente hallaron su cuerpo, pero casi nadie supo que era uno de los dos samurais que habían peleado por siempre. La espada del vencedor, que estaba junto al muerto, fue robada y desapareció, y cuando los viejos se preguntaron qué había sido de los dos samurais, ya no había forma de reconstruir el pasado.
Y su historia, junto con sus peleas feroces en el Jardín de la Primavera, de borró en un parpadeo, en menos de lo que dura un sueño. Después de todo, las luciérnagas sólo existen de noche. Y desaparecen cuando se hace de día.

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