viernes, 9 de julio de 2010

Idea para una cosa triste

Eduardo enviudó en un accidente, cobró el seguro de la difunta y se fue en clase bussiness a Pekín. De ahí se subió en un barco para la India, pero a medio recorrido naufragó y terminó en una diminuta isla, conviviendo con otros dos coolíes que no entendían ni sus gesticulaciones.
Las primeras noches la marea les devolvió parte del equipaje de los demás pasajeros, pero a la quinta noche, mientras los dos coolíes dormían a pata suelta y él paseaba melancólico por la orilla, apareció una maleta suya. Se alegró primero, pero se asustó al darse cuenta de que esa maleta era la que se había perdido en el trasbordo que había hecho entre Buenos Aires y Pekín. La abrió, trémulo y pálido, y descubrió que nada de lo que contenía la maleta era útil. Sólo había ropa, unas ojotas y una fotito de María.
A la noche siguiente se repitió el escenario: mientras él se quedaba insomne en la costa y los dos chinos dormían, llegó entre las olas, directa a sus pies, la bolsita ziploc con todas las cartas que sus amigos le habían mandado al enviudar. Con la escasa luz menguante las releyó y se puso a llorar. "Después de todo, enviudar es la forma más eficaz de no divorciarse". Esos comentarios no lo alentaban.
Noche tras noche sucedió lo mismo, pero cada madrugada la marea le proveía recuerdos y evocaciones más antiguos y remotos, más profundos, más inconscientes y dañinos. Eduardo no podía perdonarse, porque en sus últimos meses de matrimonio, en ataques de ira y borrachera, varias veces había gozado imaginándose la libertad ante la supresión de María.

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