Primero, me gusta salir corriendo de la ducha caliente y clavarme en la cama abajo de una triple colcha, y decirle adiós al mundo. También me gusta que me toque un tren vacío y con calefacción. Y si no puede ser así, me gusta, en Once, subirme al tren e ir palpando el caño, pensando quién se habrá estado colgando en las partes que están tibias. Está bueno que incluya unas vacaciones, aunque ahora sean parciales. Otra que me gusta es poder poner las patas sobre arturito (mi estufita) y pasarme cuatro, cinco, seis horas mirando animé o dr. House. También, aunque no es precisamente una alegría sino una conformidad, me gusta salir de casa con el abrigo exacto, no tener que arrastrarlo bajo el brazo todo el puto día. Me gusta entrar a la capilla y que el cura se haya acordado antes de prender la mega estufa. Me gusta la loza radiante del trabajo: ¡gracias loza radiante! Y, por último, me gusta el hogar lleno de brasas naranjas, con la parrilla al rojo vivo, las cenizas fundiéndose y las piedras incandescentes como lava.
El resto de la vida invernal es metódicamente una poronga.