viernes, 18 de marzo de 2011

Condiciones humanas XXXXV

Durante una tormenta suboceánica (que es cien veces más terrible y violenta que las que se dan en la superficie) una pequeño adoquín proveniente del sur de Asia se encontró, en medio de la refriega, con un bloque de mármol que tres mil años antes había sido destinado a ser esculpido por un griego de renombre, pero que había naufragado tras caer el barco en el que viajaba en manos de piratas. Las dos rocas, a pesar de haber sufrido la dolorosa y candente génesis de sus razas, luego el martirio del picapedrero y finalmente el desgaste de los siglos acuáticos, cuando se vieron, a cuatro kilómetros de toda burbuja de oxígeno potable, quedaron prendidas una de la otra. El pequeño adoquín impactó contra el mármol contrahecho y se incrustó en él, y el mármol lo abrazó con un cariño desconocido en él, dándole cobijo hasta que finalizó la tormenta suboceánica.
Se declararon su amor con un fervor digno de magma y fueron los amantes más enérgicos del fondo oceánico. Se juraron lealtad eterna y, corroborando sus palabras, ambos se hicieron tan pesados como un estanque de mercurio, enterrándose poco a poco en el lecho marino, embriagados el uno del otro.
Pero no tardó en anunciarse otra tormenta suboceánica, y el mármol, en un instante de fantasía y debilidad, se desasió del adoquín y huyó arrastrado por el agua hacia nuevos destinos, mientras que su pequeño amante se hundía en la arena, maldiciendo la densidad de sus átomos.

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