Estábamos en silencio desde hacía un rato largo, los dos sentados en el pasto de la colina de atrás del colegio abandonado, la que da al mar. De reojo, porque no quería quebrar la atmósfera delicada de aquel atardecer, contemplé la línea de su perfil: la simpleza de su frente; el globo del ojo y los párpados; los pómulos casi ocultos bajo la piel; la nariz un poquito respingada; los labios delgados: el mentón que siempre se asomaba, curioso. Y bajé por su cuello, que siempre me parecía demasiado frágil, el hombro encorvado hacia adelante y el brazo estirado, en diagonal, que terminaba en una mano blanca, de venitas verdes y dedos como exquicitos palitos de bambú.
Y el pasto que se asomaba
entre sus dedos estirados, pasto Verde Pat #356 C, de siete
centímetros de alto, cada brizna terminada en una punta de
veinticinco grados. Los dos amábamos el pasto de esa
colina, con su color y su vista al mar. Ese pasto era distinto al de
la plaza del centro o al de nuestras veredas: había sido configurado
hacía muchos años y nadie lo había reprogramado. Tenía la magia
de lo arcaico, como el edificio de la escuela abandonada.
-Mirá -dijo ella de
repente, señalando con su mentón curioso hacia el cielo-, el viento
está cambiando.
Vi, efectivamente, que las
nubes triangulares que hasta recién indicaban que el aire se movía
Este-Oeste, ahora indicaban Sudeste-Noroeste. Cada nube era un
triángulo isóceles inmenso muy alto sobre nuestras cabezas,
impecable y de contornos netos como un mosaico, y cada nube capturaba,
como un pedacito de cerámica, un color del atardecer, cada uno
diferente del otro, cubriendo toda la gama desde el naranja al
rosa, con una superposición de sombras violetas al final, allá
casi perdiéndose en el horizonte.
-Deben estar llevando
lluvias a los campos de trigo de Necochea -elucubró, siempre mirando
el cielo-. ¿Cuándo creés que llueva por acá?
-No lo sé -contesté.
Gracias a ella, yo ya no era de los
que consultan la configuración del clima cada mañana-. Cuando veas
las nubes volverse cuadradas -filo-bromeé-, lloverá.
Sonrió. Más de una vez
nos habían reprendido por no llevar paraguas en un día en que
habían programado lluvia. Pero nosotros preferíamos no saber.
-¿Te acordás de esas
pinturas que vimos en el Museo de la excursión de la otra vez?
Negué con la cabeza,
soltando una risita por la nariz. Durante la visita yo no había
visto más que rincones oscuros a los que la arrastraba para darle
besos a escondidas. Tenía un muy grato recuerdo del Museo, pero no
por lo que almacenaran ahí.
-Hiciste mal. En esa sala
donde había pinturas de paisajes antiguos, de todo tipo, ¿no
notaste los cielos?
Volví a negar, pero esta
vez no reí. Sabía que iba a decir algo importante.
-Los cielos eran tan...
impredecibles. Cuadro por cuadro. Eran distintos -Se volvió hacia
mí, y vi en sus ojos ese dolor profundo que ya había visto tantas
veces, ese dolor de pérdida
irremediable, de añoranza por todas las cosas que nos habían
privado desde siempre-. Una vez, las nubes fueron salvajes. Iban
donde querían, tenían la forma que deseaban, llovían y nevaban
donde se les antojara, ¡incluso tiraban hielo! Y la gente de esa
época aprendía a descifrarlas, de una forma u otra aprendían sobre
su comportamiento e intentaban predecirlas... Hoy... -Y vi que con
lágrimas miraba otra vez al cielo, y los colores del atardecer se
reflejaban convexos en sus ojos enteros-... hoy todo está
prediseñado. Las nubes fueron domesticadas, la luna nos muestra
siempre la misma cara, las praderas están programadas en cuatro
estaciones siempre idénticas, los árboles crecen según se les
ordena, toda la fruta tiene el mismo sabor, tamaño y textura, los
pájaros cantan las mismas melodías a la misma hora y el pelaje de las mascotas tienen códigos QR...
-Y... ¿no es mejor? -me
animé a preguntar-. ¿No es más seguro así?
-Sí, sin duda, es más
seguro... -Y vi su mano deslizarse acariciando el pasto, pero
súbitamente sus deditos como palitos de bambú se cerraron y
arrancaron un mechón a su paso-. Pero daría cualquier cosa por ver
una nube volverse salvaje otra vez...
Y con mezcla de temor y
admiración, rocé su mano, su brazo, su cuello y la besé, la besé
para ser dueño de toda su ansiedad de incertidumbre, para volverme portaestandarte de lo impronosticado.
-¿Sabías que te quiero
-susurré mientras le despejaba el pelo de la cara, para besarla
mejor- mucho más de lo que me diseñaron para quererte?