La copa ascendía con pereza hacia mis labios. No por sed ni ganas de embriagarme, sino por la social necesidad de aparentar interés en el entorno. La música no estaba mal (una pareja casi adolescente la calificó de retro) aunque sí un poco fuerte, las luces todavía permitían navegar entre la gente sin accidentes (aunque sabía que en media hora empezaban los flashes y el vértigo fluorescente), el maquillaje ajeno continuaba donde lo habían aplicado (el mío era poquísimo), las camisas seguían impolutas y por dentro del cinto, las miradas no habían perdido foco ni disimulaban estupor. Un bar animado, terraza sobre el mar, nubes que se acercaban desde el horizonte para explotar al alba, coctails de precios excluyentes pero cerveza barata que atraía la camorra necesaria. La copa se frenó a centímetros de mi cara. Por qué fingir, me cuestioné otra vez. Hice un amague de tirar la copa al suelo (algún empleado atento llegaría con escoba en segundos), pero también el amague se detuvo. Cuál era la necesidad de demostrar despecho, reflexioné. Entonces empiné el último trago con apuro profesional, sin alzar el codo como hacen los borrachos, dejé la copa en la mesa más cercana y, del fondo de mi cartera, camino a la salida, apuré un paquete de cigarillos y otro de carilinas.
domingo, 18 de julio de 2021
jueves, 15 de julio de 2021
A mitad de camino
miércoles, 14 de julio de 2021
Paroniria
jueves, 25 de febrero de 2021
Máscara de gato
Cuando nos sugirieron entrevistarlo al viejo de las máscaras me sonó a pedorrada (incluso para la sección cultural del diario local, sí), pero después de googlearlo me quedé con una gran expectativa: ¿cómo es que había tanto debate, tanto amor y odio alrededor de un viejo octogenario que coleccionaba y fabricaba máscaras? Algunos le atribuían el poder de salvar vidas, otros lo tachaban de estafador desalmado, de enfermo mental, de poseído por demonios. Nos concedió una entrevista para el domingo, así que Manuel y yo cancelamos nuestros planes familiares y allá fuimos. Tenía un caserón grande, vestía como viejo de geriátrico y tenía la cara que uno puede esperar de un coleccionista de máscaras: surcada de arrugas expresivas, piel porosa formando nítidos contornos y rasgos amables fáciles de dibujar y difíciles de olvidar. Nos mostró las máscaras de todo el mundo que tenía en vitrinas y cajas, nos explicó de rituales, de teatro, de psicología. Manuel sacaba foto tras foto. Nos mostró sus creaciones, sus libros de catálogos, su jardín exótico. Nos sentamos a tomar una limonada casera y, mientras el viejo llamaba michi michi a su mascota, le pregunté por las máscaras humanas. Me miró de refilón y su gesto se volvió torvo. ¿Las que había comprado a los pigmeos, o las que le encargaban? Las dos, dije queriendo sonar conciliadora e imparcial. Nos explicó que había gente que perdía a un ser demasiado querido y que entonces él se encargaba de extraer cuidadosamente el rostro fresco, curarlo y montarlo sobre una máscara: así los viejos jubilados podían contemplar a su compañera de vida antes de dormir, los padres podían vestir a un muñeco con las ropas de su hija y montarles la máscara, y que incluso, sabía, había quienes pagaban a una prostituta para que usase el rostro ajeno durante su turno, pero lo que sus clientes hicieran ya no le incumbía. ¿Y las acusaciones?, pregunté. "No tuve nada que ver con los asesinatos", se atajó, "y la justicia lo probó. Quizás algún demente copió mis técnicas, no sabría decirte". Finalmente apareció su gatito bajo la sombra de un ciruelo, un gato de pelo negro y brillante que, apenas saltó sobre su regazo, nos mostró una carita que había sido desollada por completo. Nos miró con sus ojos amarillos en medio de una extensa cicatriz color carne. Manuel levantó la cámara pero un ademán prohibitivo nos dejó en claro que a su michi michi no le íbamos a sacar ninguna foto.
miércoles, 24 de febrero de 2021
Qué diría Enzo
martes, 23 de febrero de 2021
Cabezas de personas
lunes, 22 de febrero de 2021
Nervios
Escuché alguna vez que muchos cantantes famosos y de larga trayectoria tienen ataques de nervios cada vez que se están por subir a un escenario, que temen que todo salga mal cuando nunca jamás salió todo mal: hasta que no están ahí, cantando, y todo está bien, les es imposible liberarse de esa duda.
A mí me pasa parecido con la luz del baño: el botón está afuera y como la lamparita es de esas que se calientan antes de encenderse, ingreso al baño a oscuras mientras la puerta se cierra lentamente y la claridad exterior me ayuda en esa transición. Nunca me falló la lamparita ni existen demasiadas posibilidades de sucesos extraordinarios en mi baño, pero cada vez que voy tengo el miedo en el cuerpo de que la puerta termine cerrándose y que la luz simplemente no se encienda, de quedar perplejo en una negrura absoluta y de que unas manos enemigas me ataquen súbitamente sin que yo pueda defenderme.